
Las veces que me he pasado por la Feria de Abril, no he podido superar la codificación automática y autónoma que mi mente hacía de todo lo circundante. El nivel de estimulación visual y el embotamiento sonoro, se unía al inevitable análisis de los acontecimientos: allí, unos novios se insultan a gritos (apagados por las sevillanas que suenan desde las casetas), allá unos canis roban el móvil y el peluco a un pijo impune y relajadamente, acullá un borracho violento y encocao provoca a un nota para pelear… E inexplicablemente, la gente allí concurrida, se divierte. ¿Me he perdido algo?
Básicamente se trata de un lugar enorme donde los adultos han acordado un macrobotellón con licencia y ánimo del ayuntamiento para tajarse en la calle. Todo esto se ejerce en un entorno de casetas guardadas por un gorila que impide la entrada a los fulanos que no pertenezcan a la élite de los socios. Los socios se reúnen en dichas casetas (disfrazadas de los equipos de la ciudad, que hasta para eso hay que ser apretados aquí), engominados, enchaquetados y pijines, para disfrutar del real de la feria, debidamente regado de mierda de caballo, mierda de humano, orines de humano, potas de humano, y un pestazo de mil pares. Pero nunca fue problema para el andaluz de pro, que siempre valoró las tascas y tabernas más positivamente cuanto más serrín en el suelo, grasa en la barra, e inaccesibilidad en el baño, si lo había.
No deja de ser curiosa la querencia de los compatriotas por el cuidado del aspecto para lucirlo en sitios inmundos. En esta feria inquietante y admirada, podremos ver a la vez en dos metros cuadrados, a una hermosa y elegante chica vestida de flamenca, una gitana con el culo en pompa meando en una pared, y un borracho chillando el himno del Betis. Qué maravilla…
Allí los caricatos tienen oportunidad de pagar un montón de pasta por un plato de plástico con dos chocos, o tres gambas revenías… o coger una papa con “rebujito”, ese invento de algún genio de aquí, consistente en adulterar la manzanilla (orgullo de Sanlúcar de Barrameda) con Seven Up, o lo que es lo mismo un calimocho de las latitudes bajas. Las ambulancias recogen esos días más imbéciles con comas etílicos que pasajeros el metro, y cumpliendo el 061 su inefable trabajo, contribuyen a abortar el mecanismo natural que ayudaría a la humanidad a deshacerse de la escoria beoda y lastrante.
La música, alegre y bailable, aumenta el número de futuros portadores de sonotones con tal de sonar más fuerte que la de la caseta vecina. La flamenca con sus gafas de sol y su porte señorial con tabaco en la zurda y vaso de tubo en la diestra, grita en el oído al pijo de las patillas de ganadero, la chaqueta celeste y las pulseritas rojigualda, partiéndose la garganta antes de coger el cáncer de justicia, sabiendo que el gesto es el propicio para que le coman la boca. El anfitrión, o socio que convida pasa los platos de boquerones y las cañas sobre las cabezas de los concurrentes, colorado por el vino y gritando chistes malos de cojones entre “arsa”, “ole” y “ahí está er tío”, además de llamar “guapa” y “preciosa” hasta al calorro de los buñuelos.
La multitud se agolpa, y suda, y se pelea por una silla, y llaman a la policía por robo de cartera, y todo lo que sea menester. Y todo esto les divierte. Grandioso. Magnífico. El ser humano ha aprendido a sentirse cómodo en la mierda y el agobio con tal de que haya alcohol de por medio (aunque luego te denuncien porque les has mirado mal). Yo no lo entiendo. Quizás sea que aún no he llegado al grado esperable de evolución del andaluz medio. Pero si debe ser así, prefiero permanecer en mi bendito primitivismo.
¡Andalucía ha muerto! ¡Viva Andalucía!
Podéis ir en paz.